Bloody Falls of Coppermine

En el verano de 1913 dos sacerdotes franceses, Jean Baptiste Rouvière y Guillaume LeRoux, partieron hacia el norte de Canadá con la intención de convertir al catolicismo a una tribu de esquimales de la que, hasta entonces, no había oído hablar ningún occidental. Su marcha se produjo el 17 de julio de 1913 desde Fort Norman, un pequeño asentamiento comercial a orillas del Río McKenzie, y nunca más se les volvió a ver con vida. Dos años después de su partida Denny LeNauze, un jóven agente de la Policía Montada del Canadá, recibió el encargo de encontrar a los dos sacerdotes, y partió desde Edmonton para ello. Tras conocer a través de las tribus Inuit que ambos habían muerto, buscó por todo el norte de Canadá a los culpables para llevarlos ante la justicia. Cuando regresó a Edmonton con Sinnisiak y Uluksuk, dos esquimales acusados del doble asesinato, su misión en el norte le había convertido ya en una leyenda. El juicio a los dos Inuit que siguió después fue calificado como uno de los más raros jamás celebrados. La historia de como dos esquimales, tras pasar sus tribus miles de años aisladas en una de las regiones más inhóspitas del mundo, llegarían a enfrentarse con la justicia occidental, es una tragedia digna de entrar en las leyendas del Ártico.

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Mapa del Noroeste de Canadá en 1913 (click para ampliar)

El norte de Canadá, en 1913, era un lugar tan enorme como deshabitado. Los Territorios del Noroeste ocupaban una extensión de más de tres millones de kilómetros cuadrados, y contaba con unos seis mil habitantes, además de varios miles de esquimales e indios. En esa inmensa región el obispo Gabriel Breynat tenía la misión de evangelizar a cuantos nativos encontrara. Era un hombre muy resolutivo y que ya había tenido éxito convirtiendo a los indios alrededor del lago Great Bear (o Gran Lago del Oso, en una más que dudosa traducción literal), por lo que cuando recibió una carta relatando un encuentro con una tribu esquimal en la desembocadura del Coppermine desconocida hasta entonces tomó la decisión de enviar a un par de sacerdotes con ellos, antes de que la Iglesia Anglicana se les adelantara. Los enviados tendrían que enfrentarse no sólo a temperaturas de hasta cuarenta o cincuenta bajo cero en regiones completamente aisladas, sino a larguísimas marchas a través de cientos de kilómetros en bosques del tamaño de Francia, realizadas con los alimentos que pudieran conseguir por el camino. La misión requería de una formación de supervivencia extrema de la que carecían casi todos los sacerdotes europeos de Canadá. El lugar al que se dirigían era conocido como Bloody Falls (cataratas sangrientas), y se llamaba así por una masacre de esquimales perpetrada por una tribu india, que un explorador llamado Samuel Hearne había presenciado en 1771.

Escudo de los Oblatos de Santa María, orden famosa por realizar algunas de las misiones más remotas de la historia de la Iglesia.

Los esquimales tenían, como es lógico, una enorme dificultad en distinguir a unos cristianos de otros. Bastante raro se les hacía aceptar que los señores con un traje negro y normalmente muy mal abrigados eran distintos al resto de hombres blancos. El cristianismo se nutría, además, de parábolas localizadas en cálidos desiertos inconcebibles para una gente que jamás había conocido nada parecido. Más difícil aún podía ser explicar una crucifixión a alguien que vivía en una zona donde no había árboles. No existía «el pan nuestro de cada día», ni desde luego el vino. Algunos de los primeros traductores del Padrenuestro a las lenguas de los esquimales habían optado por la expresión «Dueño de la barca, que estás en los cielos». Los esquimales solían considerar a los occidentales como unos extranjeros muy raros, entre otras cosas porque viajaban sin mujeres (indispensables en su cultura) y normalmente muy mal preparados para soportar el terrorífico clima Ártico.

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El Padre Rouvière, en su primer viaje al norte del Círculo Polar Ártico, en 1911.

El padre LeRoux

Rouvière y LeRoux se enfrentaban a esa clase de dificultades, tanto logísticas como religiosas cuando partieron hacia la desembocadura del río Coppermine (mina de cobre) en julio de 1913. Rouvière ya había aprendido algunas valiosas lecciones sobre la vida en el Ártico en un viaje anterior (por ejemplo, que es imposible sobrevivir con prendas de lana a unas temperaturas que matarían a una oveja en 24 horas), pero LeRoux era un completo novato. El carácter de este último, además, dejaba bastante que desear. Nervioso, impulsivo, orgulloso y nada diplomático, no parecía que pudiera tener mucho éxito como evangelizador. Tras pasar unas semanas en una cabaña al norte del Lago Great Bear los dos sacerdotes encontraron un grupo de esquimales que se dirigía al norte, a la desembocadura del Coppermine, situada a 68º de latitud norte, por encima del Círculo Polar Ártico. Partieron con ellos, dejando un alijo de comida, ropa y armas en su cabaña, hasta que, varias semanas después, y completamente agotados, llegaron al Océano Glacial Ártico.

La convivencia con los esquimales era muy complicada. Aunque LeRoux poseía ciertos rudimentos de su lengua la comunicación era muy difícil. Por si fuera poco LeRoux y Rouvière apenas sabían hacer nada que beneficiara a la comunidad. No sabían cazar, coser, poner trampas o perseguir focas por el hielo. Se encontraban débiles y desnutridos y acabaron siendo vistos como un estorbo, como dos bocas que alimentar sin aportar nada a cambio. Un miembro de la tribu les advirtió de que corrían peligro, y huyeron. Dos esquimales, Sinnisiak y Uluksuk partieron dos días más tarde supuestamente para cazar, y doce horas después encontraron a los sacerdotes, medio muertos de frío y de hambre. Cuando, dos días después. regresaron al asentamiento esquimal en la desembocadura del Coppermine anunciaron que habían matado a los hombres blancos. Era el 2 de noviembre de 1913.

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LeRoux y Rouviére en el río Bear, en 1912.

Pese a la inmensidad del Ártico Canadiense, el rumor de la muerte de los dos sacerdotes se transmitió con rapidez entre las distintas tribus esquimales e indias. Un antropólogo llamado Diamond Jeness encontró a un esquimal vestido con sotana y que poseía varios objetos religiosos, como rosarios o breviarios en latín. Otro explorador narró como había visto a un par de esquimales vestidos con sotana en los alrededores del lago Great Bear. Finalmente, en agosto de 1914 los rumores llegaron a oídos del obispo Gabriel Breynat, que ya estaba inquieto por la suerte que pudieran haber corrido los dos sacerdotes a su cargo, tras más de nueve meses sin noticias suyas. Inmediatamente viajó a Ottawa para pedir ayuda. Pese a que la I Guerra Mundial, que acababa de estallar, había reducido notablemente el número de efectivos de la Policía Montada (en aquella época los territorios del Noroeste contaban con diecinueve policías para una extensión semejante a la de la India), las autoridades canadienses prometieron ayudar al aterrorizado obispo Breynat.

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Zona de los Territorios del Noroeste donde se cometieron los crímenes, ampliada.

El hombre elegido para la misión, originariamente de rescate, fue Denny LaNauze, un policía de 25 años que se vio repentinamente ascendido a la categoría de inspector. Con otros dos hombres a su cargo partió hacia el norte el 8 de mayo de 1915, año y medio después de la desaparición de los sacerdotes. Tras un largo viaje en tren y barco hasta la isla de Herschel, en el Océano Glacial Ártico, encontró allí a un personaje que sería clave en nuestra historia: Ilavinik, uno de los pocos esquimales que sabía inglés, tras haber trabajado durante cuatro años con un antropólogo británico. Ilavinik consiguió vencer muchas reticencias a la hora de interrogar a los esquimales con su mera presencia, que daba a entender que el hombre blanco, reprsentado por Denny LaNauze, estaba en armonía con los de su raza.

Denny LaNauze, de la Real Policía Montada del Noroeste

La búsqueda les llevó meses enteros. Por todo el norte de Canadá, desde el lago Great Bear hasta la desembocadura del Coppermine, los expedicionarios, que en total acabaron siendo casi una docena entre policías montados, guías indios, traductores esquimales y un sacerdote compañero de Rouvière, fueron recogiendo distintas versiones sobre los crímenes, apuntando hacia la tribu de esquimales del Coppermine. Cuando, un año después de partir, y tras haber pasado el invierno en una cabaña a orillas del lago Great Bear, alcanzaron la desembocadura del río Coppermine, el caso se resolvió velozmente. Ilavinik recibió varios testimonios que confirmaban la autoría de los asesinatos por parte de Sinnisiak y Uluksuk. Tres semanas después, los propios esquimales del Coppermine entregaban al enviado de la policía a los dos autores materiales de las muertes de los padres LeRoux y Rouvière.

LaNauze y el resto de funcionarios canadienses tomaron declaración a Sinnisiak y Uluksuk. Éstos pensaron, cuando iban a ser detenidos, que los hombres blancos venían directamente a matarles, por lo que, cuando descubrieron que no era así, no tuvieron problema en explicar su versión de los hechos. Las dos declaraciones fueron casi idénticas. Rouvière y LeRoux se encontraban débiles cuando marcharon del asentamiento a orillas del Coppermine con un trineo tirado por perros. Ellos salieron dos días más tarde a buscar a una gente que venía del sur, y a los que se esperaba sobre esas fechas. Casualmente encontraron a los dos sacerdotes, y éstos les obligaron a ayudarles tirando del trineo de muy malos modos, especialmente el padre LeRoux. Éste último llegó a amenazar con su rifle a Sinnisiak. Tras un par de días así, aprovechando un descuido, Sinnisiak apuñaló a LeRoux y Uluksuk disparó con el rifle de éste al padre Rouvière. Tras matar a los dos sacerdotes, les abrieron en canal y se comieron parte de su hígado, siguiendo una de tantas tradiciones de su pueblo relacionadas con los espíritus de los muertos (con los caribúes hacían lo mismo, antes de desollarlos).

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Sinnisiak (derecha) y Uluksuk.

El regreso no fue menos largo y accidentado que el viaje de ida. En el momento de la detención, efectuada con todos los legalismos posibles, y con Ilavinik oficiando de traductor para los esquimales mientras les leían sus derechos (algo parecido al «Tiene derecho a permanecer en silencio» de la policía estadounidense actual), la expedición se encontraba a más de mil kilómetros de la comisaría más cercana, en la isla de Herschel, y a más casi tres mil quinientos del juzgado más próximo, en Edmonton. En barco llegaron a la Isla de Herschel en un viaje de varias semanas, y allí pasaron el invierno. Finalmente, en el verano de 1917, casi cuatro años después de la muerte de los sacerdotes, y dos años después de la partida de LaNauze, los expedicionarios entraron en Edmonton. Habían recorrido más de ocho mil kilómetros.

Es difícil saber qué pasaba por las cabezas de los esquimales a los que se iba a juzgar. Hasta la década de 1910 ni siquiera sabían que existía el hombre blanco, y es probable que no hubieran visto a más de una docena de ellos en toda su vida. Sus tribus constaban como mucho de un centenar de miembros, siempre nómadas, buscando los mejores lugares para cazar caribúes (renos) o focas. Las sutilezas de su vocabulario escapaban por completo a la comprensión de los occidentales, e igualmente sucedía en sentido contrario. En la época del juicio en Europa se libraba la I Guerra Mundial, pero Sinnisiak y Uluksuk no supieron nada de ello porque en su vocabulario no existía la palabra «guerra». Los esquimales llamaban a los caballos «perro grande», al tren «barco que avanza por la tierra» y a los automóviles «trineo que avanza sólo». Cuando llegaron a Edmonton se mostraron abrumados por el tamaño de la ciudad. No es que les pareciera muy grande, es que sencillamente no sabían que podía existir tanta gente en un mismo sitio. «¿Dónde caza toda esta gente para poder sobrevivir»?, se preguntaban. En aquella época Edmonton tenía unos diez mil habitantes.

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LaNauze con Sinnisiak y Uluksuk, 1917.

Los periódicos presentaron a los equimales como auténticas reliquias de la edad de piedra. Pese a la guerra que se libraba en Europa, los dos Inuit acapararon bastantes portadas de los diarios de Edmonton y del resto de Alberta. El juicio era raro por muchas razones. Para empezar, resultaba difícil hacer jurar sobre una biblia a gentes que vivían de la misma manera en que lo hacían sus antepasados siglos antes del nacimiento de Cristo. Aún así lo hicieron, al igual que los traductores esquimales, entre los cuales se encontraba Ilavinik. Las pruebas materiales se reducían a un rifle que había pertenecido a LeRoux, y del que Sinnisiak se apropió tras matar al sacerdote, el diario del padre Rouvière, una mandíbula humana encontrada en el lugar del crimen, supuestamente perteneciente a Rouvière y una sotana ensangrentada que LaNauze había intercambiado con un esquimal durante su expedición. El fiscal encargado del caso, C.C. McCaul, para cubrirse las espaldas, formuló acusaciones únicamente contra Sinnisiak y sólo por el asesinato del padre Rouvière (si perdía el juicio, tendría una segunda oportunidad para acusar a ambos esquimales de la muerte de LeRoux). Durante el juicio basó sus alegaciones de culpabilidad en las declaraciones de los dos acusados, que admitieron haber matado a los dos sacerdotes. Basándose en lo que Sinnisiak y Uluksuk habían contado a LaNauze, consideró que los dos esquimales eran culpables de asesinato, y que no cabía alegar legítima defensa, puesto que Rouviére murió desarmado. Además, añadió, una sentencia de culpabilidad serviría para enseñar a los esquimales que debían someterse a la ley del hombre blanco cuando trataran con éstos. La defensa de oficio de Sinnisiak alegó legítima defensa, puesto que cualquier esquimal, sin apenas contacto con el hombre blanco, se sentiría amenazado de muerte si uno de ellos empuába un rifle.

En la primera fila, Sinnisiak (izq.) y Ukluksuk. En la fila de en medio, Denny LaNauze rodeado de los dos agentes a su cargo en la expedición. En la fila superior, a la derecha, el traductor Ilavinik, y en el centro, un testigo de la acusación, también esquimal, llamado Koeha.

El juez Horace Harvey

El juicio duró varias semanas. Tras los alegatos finales, el juez, Horace Harvey, realizó también el suyo propio instando al jurado a que declarara culpable a Sinnisiak, escandalizando a la defensa, cuyas protestas no fueron admitidas. El veredicto tardó una hora en ser emitido. Inocente. La sorpresa fue mayúscula. El fiscal del caso acusó a los periódicos de Edmonton de haber influido en el jurado (entonces no se aislaba a sus miembros mientras durara el juicio, o no siempre), y solicitó un cambio de jurisdicción para acusar de nuevo a los dos esquimales, esta vez por la muerte de LeRoux. El nuevo juicio se celebró en Calgary, pero con los mismos protagonistas, incluído el juez Harvey, dado que el resto de miembros del Tribunal Supremo de Alberta estaba de vacaciones. Se repitieron paso a paso las alegaciones del juicio anterior, incluída la del propio juez Harvey y las protestas subsiguientes de al defensa. En este caso el jurado declaró culpable a los dos esquimales, pero solicitando clemencia para ambos. El juez les condenó a muerte, pero solicitó la reducción de la pena. Los dos esquimales, tras unos meses en los calabozos de Edmonton, regresaron al norte, donde morirían años después.

Este juicio, uno de tantos, en realidad significó el principio del fin de la precaria civilización Inuit. El hombre blanco había traido enfermedades para las que sus sistemas inmunitarios no estaban preparados. El comercio con los occidentales terminó con el nomadismo de los esquimales y corrompió su cultura ancestral. No se trata de la habitual falacia del buen salvaje. Los esquimales mataban y odiaban como cualquier otro ser humano antes de la aparición de los británicos y los franceses, al igual que los indios de Canadá. Simplemente, las dos civilizaciones no podían coexistir. En la desembocadura del río Coppermine existe un pueblo que durante muchos años se llamó igual que el río, y al que en 1996 cambiaron el nombre a Kugluktuk, actualmente en la provincia de Nunavut. En ese pueblo, de abrumadora mayoría inuit entre sus poco más de 1.500 habitantes, los problemas más acuciantes son los mismos que en cualquier gran ciudad de occidente, sólo que acrecentados. Alcoholismo, SIDA, diabetes y, sobre todo, el suicidio. La adaptación de los inuit al mundo contemporáneo, del que habían permanecido aislados durante milenios, fue tan traumática que aún permanecen abiertas sus heridas.

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Para saber más:

Portada del libro (click para ampliar)

La mayor parte de la información la he sacado del libro Las Cataratas del Coppermine, una investigación de McKay Jenkins sobre el caso publicada en castellano por Océano. En el libro se amplían datos e informaciones sobre la espiritualidad de los Inuit, las misiones católicas y anglicanas en el norte de Canadá y, sobre todo, se transcriben reveladores fragmentos del juicio a los dos esquimales. Es muy recomendable para todo aquel que se interese por la realidad de los Inuit y la historia de la frontera americana.

En castellano tambén encontramos una recensión y breve resumen del libro en el diario El País, de Montevideo.

En inglés se puede encontrar mucha información y fotografías (algunas de las cuales están en esta entrada) en The Coppermine Case, dentro de una web especializada en casos judiciales históricos de Alberta. Existe hasta la posibilidad de descargarse una radionovela que cuenta el caso.

10 respuestas a “Bloody Falls of Coppermine

  1. Ulises 30-septiembre-2008 / 11:34 am

    Muy interesante! Mucho más interesante que largo! haha!
    Por cierto, una de las patologías que más sufren los inuits occidentalizados es hipercalcemia.

  2. FRAN 27-diciembre-2010 / 5:34 am

    Este blog se deberia llamar BUROCRACIA y no fronteras

  3. Alfonso 13-enero-2011 / 6:21 am

    No se si tiene mucho que ver con la historia, pero este post me hace acordar de un libro que fue publicado acá en Uruguay (no se si en otros países también) que se llama «En el susurro del silencio» (o algo así). Trata sobre la vida del autor con los esquimales del norte de Canadá.

  4. riso 5-julio-2011 / 4:57 pm

    Pobres esquimales, los tipos estaban tranquilos hasta que la maldita iglesia les fue a joder la existencia, los condenados a muerte deberian ser los sacerdotes

  5. Jose luis 9-diciembre-2019 / 11:06 pm

    Muy interesante el relato.

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